Para una teoría social del tiempo

06.12.2020

Debido a la extensión del presente ensayo (23 páginas) se han transcripto algunos párrafos del mismo y al final de este resumen se agrega el enlace desde el cual l@s lector@s interesad@s en acceder al texto completo podrán descargarlo en formato pdf.

El tiempo como problema teórico

A diferencia de lo que ocurre con la filosofía o las ciencias exactas -largamente dedicadas es esclarecer el problema- una de sus dificultades más persistentes para las ciencias sociales consiste en comprender qué es el tiempo. En gran medida, esta dificultad obedece al hecho de que la sociología, la ciencia política o la historiografía no han logrado aún producir una teoría ampliamente aceptada, sistematizada y autosuficiente acerca del significado social del tiempo y de sus posibles representaciones.

La tendencia que refiero predomina en la producción académica pero también cuenta con valiosas excepciones, como el caso de Norbert Elias para quien el estudio del tiempo es un asunto que, muy lejos de ser fútil, allana el acceso al conocimiento sobre los modos en que se comportan los individuos y las sociedades.

Al estudiar los problemas del tiempo, se aprenden algunas cosas sobre la humanidad y sobre uno mismo; cosas que antes no se comprendían: cuestiones de sociología y ciencias humanas en general, que el estado actual de los instrumentos teóricos no permitía plantear, se hacen accesibles. Mientras tanto los físicos siguen afirmando que miden el tiempo, utilizando para ello fórmulas matemáticas donde juegan un papel la medida del tiempo como quantum definido. (Elias, 1989:11).

Este ensayo se propone recuperar de alguna manera la preocupación planteada por Elias: el esfuerzo que los cientistas sociales destinemos a elaborar una teoría "propia" del tiempo nos permitirá adquirir nuevas perspectivas para llevar a cabo nuestras habituales investigaciones. Hablo de una teoría que, al indagar acerca del significado del tiempo, sea capaz de ofrecer al mismo tiempo nuevos estímulos para suplantar muchos de los cánones metodológicos que prevalecen en nuestro campo de conocimiento. Por ejemplo, en la historiografía convencional, porque ¿de qué otro modo si no es partiendo de una teoría del tiempo específicamente pensada desde y para la teoría social podríamos interpretar de una manera más adecuada los diferentes procesos de continuidad, ruptura, permanencia y cambio que tuvieron lugar en el pasado, que se vislumbran en el futuro o que se verifican en el presente?

Con una pregunta similar se inicia, precisamente, un texto de Giorgio Agamben que se titula "Tiempo e historia. Crítica del instante y del continuo" y del que haré uso para articular gran parte de este ensayo. Allí el filósofo italiano sostiene que "Cada concepción de la historia va siempre acompañada por una determinada experiencia del tiempo que está implícita en ella, que la condiciona y que precisamente se trata de esclarecer" (2011:129).

Esa experiencia "determinada e implícita" del tiempo enfrenta a los cientistas sociales, como lo señalé al principio, a una dificultad que hasta el momento no han podido resolver de una manera satisfactoria: los seres humanos, apunta Agamben, somos capaces de captar la experiencia del tiempo, pero carecemos de la capacidad suficiente como para representarla.

De allí proviene, precisamente, la extraña manera en que se vinculan algunas concepciones revolucionarias de la historia con las representaciones tradicionales del tiempo. De allí proviene, también, la necesidad de producir una ontología del tiempo que permita no solo precisar su significado sino que, a la vez, sea capaz de albergar a todas las formas posibles para representarlo.

· Las representaciones tradicionales del tiempo

En la tradición grecorromana, según Agamben, el tiempo era representado de manera circular y continua, en un movimiento perpetuo donde las cosas se sucedían unas a otras por medio de la doble dinámica de la repetición y el retorno[1].

Durante el medioevo europeo, la tradición cristiana rompió con aquella imagen y el tiempo pasó a concebirse como una recta, coincidente con la idea de un mundo que en un preciso momento fue creado (Génesis) y que también, a su debido tiempo, será destruido (Apocalipsis). Vemos así que, en la representación cristiana medieval -no así la de los primeros cristianos, como señala Heidegger en un texto que veremos más adelante- el tiempo era una entidad finita que estaba limitada por dos hechos extremos, afirmando así la idea de que los eventos particulares del mundo jamás se repetían porque una idea semejante estaba impedida, precisamente por la existencia de un punto de inicio y un punto final para todas las cosas: la creación y la destrucción; el Alfa y el Omega, de manera tal que lo que fue, ya fue y lo que será, será.

La representación moderna del tiempo, según Agamben, refiere a una "laicización" de la concepción rectilínea e irreversible heredada del cristianismo medieval. Laicización en cuanto a que desaparece de ella toda impronta teleológica (no existe más una aparente finalidad hacia donde nos conduce el transcurso del tiempo) y se torna visible, en cambio, una nueva forma de pensar el tiempo (y, por ende, la historia) en términos de "proceso".

Las ideas que emergieron en Europa a partir de la segunda mitad del siglo XIX tienden a suponer que toda experiencia histórica encierra en sí la existencia de un "antes" y un "después" que le dan sentido: no existe hecho alguno que carezca de antecedentes y que, al mismo tiempo, no produzca consecuencias. Esta condensación de hechos pasados, presentes y futuros enhebrados por una misma línea argumental forman, precisamente, la noción de proceso histórico.

De la exposición de Agamben deriva un argumento adicional, aunque él no lo mencione expresamente: al igual que lo que ocurre en el pensamiento cristiano, el positivismo y el socialismo científico también imaginaron sus propias representaciones del tiempo como si fueran rectas, aunque ascendentes.

La diferencia que señalo no es, por cierto, un detalle menor porque impone la idea de un futuro que puede ser cualitativamente mejor a la imagen que prevalece en la sociedad acerca de su presente: para los positivistas, el desarrollo de las ciencias iba a allanar el tránsito hacia el progreso -entendiéndolo como la mejora material y espiritual de la existencia humana- del mismo modo en que la instauración de una sociedad sin clases conduciría, según afirmaban los primeros socialistas científicos, a la redención plena y definitiva de la humanidad[2]. De este modo apareció en el pensamiento moderno una representación del futuro que podía (y debía) desplegarse en un plano moral e intelectual mucho más elevado en relación con lo acontecido en el pasado y lo que estaba aconteciendo en el presente.

Durante gran parte de la modernidad prevaleció, también, una tradición científica demasiado apegada a venerar ciertas iteraciones. Influenciada por esta creencia, la representación rectilínea del tiempo -que devino hegemónica a partir del medioevo eurocristiano- se vio obligada a convivir, no sin tensiones, con aquella otra imagen heredada de la antigüedad pagana y que se basaba en la idea de que la historia estaba sujeta a una lógica de repetición.

Si solemos representar al tiempo como el segmento de una recta que tiene un punto de origen y un punto de finalización -asignándole al tramo ya recorrido el nombre de "pasado" y al tramo por recorrer el de "futuro"- la representación cíclica nos induce a pensar que algunos puntos de esa recta -a los que podríamos llamar "eventos" y que, efectivamente, pertenecen al pasado- podrían ser arrojados hacia adelante, en la idea de que volveremos a confrontar con ellos en algún incierto punto del porvenir: así lo creían, por ejemplo, los estoicos, para quienes el mundo se extinguía en algún momento y se recreaba, luego, en sucesivas e indeterminadas reiteraciones. Así lo creía también Nietzsche, para quien el pasado y el futuro eran dos dimensiones contrapuestas e irreductibles que, sin embargo, podían religarse a través del débil y efímero lazo del "instante". El filósofo alemán imagina el siguiente diálogo entre Zaratustra, el protagonista de la más singular de sus obras, con un enano:

... ¡Enano! (proseguí). ¡Mira ese pórtico!, tiene dos caras. Dos caminos se juntan aquí: nadie los ha seguido aún hasta el término.

Esta larga calle que baja dura una eternidad, y esa otra calle que sube... es otra eternidad.

Esos caminos se contradicen, van uno contra otro, y aquí, en este pórtico, se encuentran. El nombre del pórtico está escrito encima; se llama "Instante".

Pero, si alguien siguiese siempre, cada vez más lejos, uno de estos caminos ¿crees tú, enano, que se contradirán eternamente?"

¡Mira este instante! (continué). Desde este pórtico del momento va hacia atrás una larga y eterna calle: detrás de nosotros hay una eternidad.

Todo lo capaz de correr, ¿no debe haber recorrido ya alguna vez esa calle? Todo lo que puede suceder, ¿no debe haber sucedido, ocurrido, pasado ya alguna vez?

Y si todo ha existido ya por aquí, ¿qué piensas tú, enano, de este instante? Este pórtico ¿no debe también... haber ya existido por aquí?

¿Y no están todas las cosas trabadas de tal modo que este instante atrae en pos de sí todo lo venidero? ¿Por consiguiente... aun a sí mismo[3]?

Nietzsche piensa el tiempo en términos de unicidad y la existencia precaria del instante (efímero y, a la vez, eterno) hilvana, precisamente, estos tres "imposibles" de la existencia humana: el pasado, el presente y el futuro. En el diálogo imaginario que mantiene con Zaratustra, el enano estaría representando el tiempo rectilíneo de los cristianos, ese "espíritu de la pesadez" que constituye el argumento principal que encierra la crítica de Nietzsche: hay que remover de la noción de tiempo toda implicancia escatológica, despojarlo de finalidad y trascendencia.

Calles que bajan, que suben y que coinciden bajo el dintel de imaginarios pórticos componen la metáfora que eligió para exponer su concepción del tiempo. No es casual, precisamente, que al aludir al tiempo también aluda al espacio, porque Nietzsche (al igual que muchos otros antes y después que él), no logró escapar a la idea de que el tiempo es una variable que mide el movimiento, y éste no es otra cosa que el desplazamiento espacial de objetos y sujetos.

Notas:

[1] En el siglo V antes de nuestra era, Parménides de Elea escribió: "Indistinto me es desde dónde comenzare; allí por cierto de vuelta llegaré otra vez". (Zubiria, 2016:13)

[2] "En lugar de la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clases, surge una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno es la condición del libre desenvolvimiento de todos" (Marx y Engels, 1948, p.51)

[3] Nietzsche, 1987:161-162