Impuesto a las Ganancias: los paliativos y la reforma

22.01.2016

Publicado en: Diario "El Economista", 22/01/2016, p.10

Se abre una buena oportunidad para discutir la calidad de nuestra arquitectura impositiva

La cuestión de reformar el Impuesto a las Ganancias de la cuarta categoría, esto es, el que recae sobre los salarios y las jubilaciones) viene ocupando, desde hace algún tiempo, un lugar destacado en la agenda pública.

Producto del evidente malestar de un importante sector social que ve afectados sus ingresos habituales, los tres principales candidatos presidenciales asumieron, durante la última campaña presidencial, la promesa concreta de introducir cambios significativos en el régimen actual de este impuesto.

Las reformas

En ocasión de presentar las metas fiscales e inflacionarias para el período 2016 -2019, el ministro Alfonso Prat-Gay se refirió al tema señalando al menos dos correcciones que el actual Gobierno pretende introducir a la brevedad: la adecuación del monto mensual no imponible a $ 30.000 y la reforma de las actuales escalas del gravamen.

Estas dos iniciativas son paliativos frente al creciente malestar que comentamos, pero el problema de fondo que origina el impuesto seguirá sin resolverse si no se encara, a la par, un debate público sincero que se enmarque más en la filosofía política que en la racionalidad fiscal.

Siempre que en nuestro país se crearon nuevos impuestos, o se modificaron los ya existentes, la tradición fiscal argentina puso mucho más énfasis en proveer de mayores recursos al Estado y muchísimo menos en promover principios vinculados con la simplicidad, la eficiencia y la equidad tributaria.

Este impuesto es un buen ejemplo -no el único, por cierto- de un gravamen a todas luces inmejorable: ya no se puede mejorar sin repensarlo en todos sus elementos, comenzando por sus contenidos filosóficos. ¿Qué significa hablar de la filosofía política que sustenta el impuesto sobre los salarios?

En primer lugar, digamos que la imposición -esto es, el proceso por el cual el Estado se apropia de una porción de la renta o de los consumos de una comunidad para financiar sus propias actividades- es un fenómeno político, antes que económico o contable. Recaudar impuestos hace al corazón de cualquier Estado e involucra un pacto sólido y permanente entre éste y los ciudadanos. Y la solidez de ese pacto depende, en gran medida, del principio de equidad tributaria. Equidad que no es otra cosa que quien deba pagar el impuesto acepte que es legítimo que el mismo recaiga sobre él y no sobre otros.

En segundo lugar, la inclusión de los altos ingresos salariales o jubilatorios dentro de una amplia ley impositiva que los asimiló al concepto general de ganancias fue, a todas luces, una iniciativa muy poco feliz. Si bien en el pasado esta inclusión no produjo mayores resistencias, la extensión paulatina del impuesto sobre crecientes sectores del mercado laboral cambió de raíz la percepción que la sociedad tenía acerca del problema. La demanda sindical que sostiene que "el salario no es ganancia" da cuenta de la magnitud de un fenómeno tributario que nació para gravar situaciones salariales excepcionales que ocurrían en los márgenes de la economía pero que hoy recae sobre una extensa generalidad de trabajadores. Sostener que los salarios o los haberes jubilatorios no son ganancias es un argumento atendible cuya aceptación no nos impide debatir si ciertos ingresos -salariales, o de otra fuente- deben estar alcanzados por un impuesto específico que dé cuenta, sin equívocos, del hecho económico preciso que se pretende gravar.

En tercer lugar, y vinculado con lo anterior: los impuestos sobre los ingresos del trabajo personal son gravámenes muchísimo más antiguos que solemos suponer. Heredada de la legislación castellana, la hacienda virreinal aplicaba (hace ya dos siglos y medio) diversos impuestos (anatas, medio anatas y mesadas, entre otros) sobre los ingresos derivados del ejercicio de ciertas profesiones civiles y eclesiásticas. Esto nos lleva a la necesidad de pensar nuestro sistema tributario desde una perspectiva histórica y no solo desde las exigencias coyunturales.

Los problemas

¿Cuál es el mejor impuesto para aplicar, si es que tal cosa fuera posible? Los tributaristas coinciden, al menos, en tres aspectos que hacen a un buen gravamen: a) que sea fácil de comprender, e incluso de liquidar, por el propio contribuyente; b) que se ajuste a las reales capacidades contributivas de las personas que deben afrontarlo, y c) que la autoridad política no cuente con márgenes excesivos o indeseados de discrecionalidad en su aplicación. Ninguno de los tres aspectos mencionados parece cumplirse en el actual régimen.

Respecto de lo primero, el cálculo de la base tributaria y la determinación del monto del impuesto son verdaderos desafíos para el entendimiento de cualquier trabajador o jubilado medio que hoy está alcanzado por el impuesto. La sencillez con que el contribuyente entienda y liquide el impuesto también se traducirá en importantes economías de esfuerzo, tanto para los empleadores que deben retenerlo como para el Fisco que debe administrarlo.

En cuanto a lo segundo, los sucesivos incrementos de los salarios nominales -corriendo siempre detrás del alza de los precios- no han logrado evitar la distorsión de la capacidad contributiva real de los que hoy se encuentran alcanzados por el impuesto.

A esto se suma la renuencia de los sucesivos gobiernos a sincerar la situación, en tanto que los estímulos para asumir tal conducta han sido muchos y muy variados. El resultado de esta distorsión ha sido que las escalas de progresividad se licuaron y quienes hoy ingresan al sistema como sujetos imponibles del impuesto rápidamente son alcanzados por la alícuota del 35%, la más elevada que prevé el régimen.

Por último, al no estar vinculado con ninguna referencia objetiva de evolución salarial o de precios, los gobiernos retienen un alto grado de discrecionalidad respecto de la decisión de elevar o no el monto no imponible de ingresos. Ninguna doctrina tributaria recomendaría que un gravamen de estas características pueda ser manipulado por los gobiernos para responder a ciertas expectativas electorales o, mucho peor aún, para satisfacer apremios financieros coyunturales. Si una reforma impositiva atara el monto no imponible a variables tales como el salario mínimo o a un salario nominal surgido de una canasta de convenios colectivos de trabajo o, como alternativa, si se establecieran coeficientes periódicos de actualización (como ocurre con la actualización de los haberes jubilatorios), una parte sustancial de este problema quedaría resuelto.

El contexto general

Aun cuando existe una coincidencia importante en torno a repensar este impuesto en particular, ello no debe hacernos perder de vista el carácter sistémico de todo régimen impositivo. Una modificación de fondo sobre un determinado gravamen siempre produce efectos sobre los restantes y, en conjunto, sobre la masa global de la recaudación fiscal. Esto último no es un tema menor en un país federal como el nuestro, donde una porción importante de los ingresos tributarios nacionales se distribuye entre las provincias y la ciudad de Buenos Aires.

El Impuesto a las Ganancias fue creado en nuestro país en 1974, durante la última presidencia de Juan Domingo Perón, sobre la base del antiguo Impuesto a los Réditos de 1932. La ley de 1974 creó la figura específica de equiparar los altos salarios gerenciales con el concepto general de ganancia y, desde entonces, todo el régimen sufrió sucesivas modificaciones que terminaron por desnaturalizar la filosofía inicial que subyacía en la creación de este impuesto.

No ha sido, por cierto, el único caso, pero es el que hoy genera más resistencias y malestar entre un sector social que, sin ser indigente ni vulnerable, sostiene su economía doméstica mediante un ingreso fijo de fuente laboral que se ve cotidianamente erosionado por efecto de un nivel de inflación alto y persistente.

La iniciativa del actual Gobierno para reformar los aspectos cuantitativos del impuesto (el monto mínimo y el diseño de la escala de ingresos) podría ser, tal vez, una buena oportunidad para volver a discutir la calidad de toda nuestra arquitectura impositiva,

que no solo involucra al nivel federal de gobierno sino también al provincial y municipal.

Sabemos que, en política, la discusión de lo urgente relega la discusión de lo importante. Pero no por eso deja de ser cierto que, una vez que lo importante se resuelve, las urgencias se van haciendo menores y mucho más esporádicas.