El largo viaje de La Muerta

26.07.2021

Este breve artículo fue escrito hace poco más de diez años como parte de un proyecto ensayístico inédito a la fecha que se titula "Documentos de Barbarie. Literatura, violencia y orden político en la Argentina"

La exaltación de la muerte ha sido, junto con el uso persistente de la violencia como rutina política, uno de los rasgos salientes en nuestros dos siglos de historia. Además de estos, generalmente sucede que cuanto más tempranas ocurren algunas muertes, más hondas terminan siendo sus conmemoraciones.

En "Grandes y pequeños hombres del Plata", Juan Bautista Alberdi les recordaba a sus lectores que Mariano Moreno había tenido la dicha de morir a los 33 años mientras que Belgrano vivió hasta los 50, concluyendo con esta sentencia "La posteridad es así -escribió el notable pensador tucumano- paga mejor las promesas que las obras y las esperanzas que las realidades".

El 26 de julio de 1952, luego de una dolorosa agonía, falleció en Buenos Aires María Eva Duarte de Perón, la abanderada de los humildes. Tenía apenas 33 años. Durante las semanas previas a su muerte una multitud se había agolpado frente a las rejas del Palacio Unzué -que por aquel entonces, era la residencia presidencial- para rezar por ella, o simplemente, para hallar entre esa acongojada multitud un consuelo imposible de satisfacer.

Otros, en cambio, habían ido hasta allí para testimoniar su saña: sobre el paredón externo de la residencia que daba hacia la calle Austria, algunos pintaron en la cobarde complicidad de la noche la leyenda "Viva el Cáncer". Esta frase brutal, excesiva y desalmada en toda su extensión pronto pasó a formar parte de la tradición folklórica peronista como ejemplo del odio inveterado que movilizaba a los "contreras": recordemos que el término "gorila" no existía aun en el vocabulario peronista.

Ante la certeza del inminente e irremediable final de su esposa, el presidente Juan Perón le encomendó al doctor Pedro Ara, un renombrado patólogo español, embalsamar el cuerpo de su esposa cuando aquel momento llegara. Y así ocurrió.

Apenas se produjo el deceso de Eva, el doctor Ara inició el incesante trabajo de detener la corrupción de su cuerpo: introdujo una cánula por la arteria femoral, hizo drenar la sangre y el resto de los humores de su cuerpo y los reemplazó con soluciones químicas complejas hechas a base de glicerina, alcanfor y otras substancias conservantes. Ese fue el primer paso de un largo y complejo proceso para lograr la conservación definitiva del cadáver. Una vez que el cuerpo fue preparado convenientemente, según las indicaciones del patólogo, el gobierno procedió a comenzar la larga ceremonia funeraria que duró dieciséis interminables días.

Las crónicas señalan que las exequias de Eva Perón fueron fastuosas e irrepetibles: según algunas estimaciones de la época, cerca de dos millones de personas concurrieron hasta la capilla ardiente que se había montado en el Ministerio de Trabajo y Previsión para rendirle tributo a esa mujer. Finalizadas las exequias, el ataúd fue cerrado y transportado sobre una cureña hasta la sede de la Confederación General del Trabajo, sobre la calle Azopardo.

Allí, en el segundo piso del edificio, fue depositado el cadáver. Para entonces el doctor Ara ya había montado en ese lugar un sofisticado laboratorio con el propósito de continuar allí mismo con las tareas de su embalsamamiento y conservación del cuerpo de Eva Perón. El cadáver siguió siendo sometido a soluciones y algunos testigos que tuvieron la oportunidad de presenciar algunas de estas escenas señalaron que, por momentos, La Muerta emanaba destellos fosforescentes, como si un sol estuviera atrapado en aquel cuerpo frágil y escaldado.

(Digresión. Ninguna muerte es igual a otra. Existen muertes nimias, intrascendentes, que pasan completamente desapercibidas o que, bien pronto, se olvidan. En cambio existen otras que se extienden más allá de las fronteras de su propio tiempo y que habitan en la conciencia de las generaciones futuras. Dentro de esta clase de muertes existen algunas que son excesivamente molestas para el Poder. Y Eva Perón fue, indiscutiblemente, una muerta molesta.)

Ocurrido el derrocamiento de Perón, en septiembre de 1955, los principales jefes militares de la dictadura que se autodenominaba "Revolución Libertadora" quedaron inmersos en intensas discusiones acerca del cadáver de Eva y el destino que debían darle. Algunos propusieron cremarlo, otros fondearlo en el río u ocultarlo. El tiempo trascurría y las discusiones se sucedían sin que se arribara a ningún acuerdo.

En noviembre de 1955, dos meses después de la revolución, el sector "liberal" del ejército y de la marina desplazaron del poder político al de los nacionalistas católicos que eran, en principio, quienes habían encabezado el golpe destituyente contra Perón. El general Pedro Eugenio Aramburu se hizo cargo de la presidencia, secundado por el almirante Isaac Rojas -sin duda alguna, la figura antiperonista más recalcitrante de la dictadura cívico militar- asumió como vicepresidente.

Uno de las principales y más urgentes cuestiones que el gobierno de facto debía resolver era qué hacer con ese molesto cadáver. El nuevo presidente le confió, entonces, al coronel Carlos Moori Koenig, oficial de inteligencia, la tarea de hacer desaparecer, en el más estricto de los secretos, el cuerpo incorruptible de La Muerta . Rodeado de un reducido grupo de hombres de su más extrema confianza, Moori Koenig se presentó en la sede de la CGT y a la vista de algunos pocos testigos, entre ellos el doctor Ara, embaló el cuerpo y lo retiró del lugar rumbo a un destino hasta entonces incierto.

Durante bastante tiempo, el cadáver trasegado de Evita deambuló por muchos puntos de la ciudad. Durante mucho tiempo se dijo -ficción o no- que La Muerta estaba guardada en el furgón de una ambulancia que todas las noches estacionaba en esquinas diferentes y que, a la mañana siguiente, había velas a su alrededor. Se dijo también que la habían ocultado detrás de la pantalla de un cine de Palermo Viejo, el "Rialto". El propio coronel Moori Koenig admitió en alguna oportunidad que, durante algún tiempo, el cadáver estuvo depositado en una caja de madera que, por fuera, aparentaba contener un equipo de radio, en la sede del Servicio de Inteligencia del Ejército. "Es la radio que se usó para transmitir las primeras proclamas contra Perón" era la respuesta para todo aquel que preguntara por el contenido de ese baúl.

Finalmente y tras las negociaciones iniciadas con el Episcopado argentino -que desde un principio estuvo al tanto del plan que estaba pergeñando el gobierno argentino, al que le brindó su más estrecha e incondicional colaboración- el general Aramburu tomó la decisión de sacar el cuerpo del país e inhumarlo, en el más absoluto secreto y bajo un nombre falso, en una parcela del cementerio Maggiore de Milán. Para cumplir con esa misión convocó al teniente coronel Gustavo Ortíz a iniciar tratativas directas con la burocracia eclesiástica del Vaticano para coordinar la compleja operación logística que implicaba el traslado del cadáver de Eva a Italia.

El cuerpo fue finalmente trasladado e inhumado en Milán bajo la falsa identidad de María Maggi de Magistris. La historia de vida de la señora Maggi, nacida en Bérgamo y fallecida en Rosario en 1951, fue creada por la inteligencia militar argentina. El 14 de mayo, el féretro con los restos de María Maggi- Eva Perón fue sepultado en la parcela 41, sector 86 del cementerio milanés, ante la presencia de un supuesto hermano y de su igualmente supuesto viudo que eran, en realidad, dos oficiales del Ejército Argentino. Desde aquel momento y durante los dieciséis años siguientes, el destino del cadáver embalsamado de María Eva Duarte de Perón fue el arcano más importante de la vida política argentina.

En la muerte de Evita, la literatura argentina halló una imagen narrativo fascinante sobre el cual volvió, una y otra vez: la imagen de una muerta que, de alguna manera, no está muerta; un cadáver molesto que peregrina en secreto y la guerra subterránea, clandestina, que se desarrolla entre quienes desean hallar ese cuerpo y los que buscan afanosamente ocultarlo. O destruirlo.

A principios de los años sesenta, un joven periodista obsesionado con la idea de dar con el paradero del cadáver, se reunió con el coronel Carlos Moori Koenig. De esa entrevista surgió lo que para muchos escritores y críticos literarios ha sido el mejor relato de la literatura argentina: "Esa Mujer", de Rodolfo Walsh.

El cuento reproduce un extenso diálogo que mantuvieron ese joven periodista y el militar, en el departamento de este. Cada cual tiene algo que al otro le interesa poseer: "El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga -escribe Walsh- Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme".

La charla se advierte tensa y cada cual sabe bien de la intención del otro. Frente a frente, el coronel profanador y el periodista vindicador van moviendo, prudentemente, sus piezas en el tablero. A través de su cansino relato, el coronel va reconstruyendo el periplo de esa mujer, de esa muerta que no está muerta; el periodista, con una inusual paciencia, le va sonsacando cada dato.

...La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

El periodista le pregunta a Moori Koening si Perón sabe dónde se encuentra el cadáver; el coronel contesta que Perón "cree que sabe". Y luego, a medida que los vapores del whisky se van apoderando de sus sentidos, el militar le revela ciertos detalles que, con el tiempo, serán confirmados. "¡La enterré parada, como a Facundo, porque era un macho!", relata el coronel. El ritmo del relato de Walsh -intenso en el comienzo- va languideciendo al ritmo de la borrachera del coronel que "se le pega la lengua al paladar, a los dientes". Walsh intenta sacarle algún dato, algo que le permite acercarse al lugar donde esas bestias escondieron a La Muerta: para entonces el coronel está completamente ebrio y el periodista, totalmente desahuciado.

...Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.

Poco se sabe acerca de cómo continuó la vida de las personas directamente involucradas en el robo y la ocultación del cadáver de Eva Perón, pero lo que sí sabe es que tuvieron muertes trágicas. Cuentan que Moori pasó sus últimos días en un psiquiátrico con un cuadro agudo de delirium tremens. Algunos años antes, el mayor Arandia -asistente de Moori- se llevó el féretro al altillo de su casa para custodiarlo. Una noche, escuchó ruidos en la casa, tomó su escopeta y salió al pasillo en la oscuridad y disparó sin pensar: Arandia asesinó involuntariamente a su esposa embarazada que regresaba al dormitorio desde el baño. Estas muertes han tejido el mito de la maldición de la Muerta, pero ninguna de ellas tuvo la trascendencia y la espectacularidad del factótum de su calvario.

A fines de mayo de 1970, un comando de la organización Montoneros secuestró al general Aramburu. Sus captores querían saber, entre otras cosas, el lugar exacto en donde había ocultado el cadáver. Muy posiblemente el general murió asesinado sin haberles revelado ese dato crucial.

El secuestro y la muerte posterior de Aramburu provocaron fuertes fisuras en la cúpula militar que gobernaba por aquellos años el país. El presidente Onganía, un caricaturesco militar del sector nacionalista católico que había prometido dirigir los destinos de la nación durante veinte años, fue derrocado un mes después de aquel hecho y, en su lugar, asumió Roberto Levingston, un ignoto general amante de los deportes ecuestres y con poca afición a las funciones de gobernar. Luego de diez meses también Levingston sería reemplazado, en esta ocasión por su hábil titiritero, el general Alejandro Agustín Lanusse.

Sería precisamente Lanusse -un antiguo jefe de granaderos y furioso antiperonista- quien, dieciséis años después de su desaparición, le regresara el cadáver de María Eva Duarte de Perón a su viudo. En mayo de 1971, en el marco de lo que se llamó "La Hora del Pueblo" -un diálogo de los partidos democráticos, incluido el peronismo para normalizar institucionalmente al país- Jorge Paladino, delegado personal de Perón, le reclamó a la dictadura de Lanusse la devolución del cadáver. Finalmente, el 3 de septiembre de 1971 el féretro que contenía aquel cuerpo incorruptible y molesto llegó hasta la residencia de Puerta de Hierro, en Madrid y allí permaneció.

Perón regresó definitivamente al país el 20 de junio de 1973 y asumió por tercera vez la presidencia en octubre de ese año. Estaba demasiado viejo y enfermo como para hacerse cargo de la crítica situación argentina. Las cruciales decisiones de gobierno eran asumidas paulatinamente por su esposa y su secretario privado, un oscuro personaje que vivió en esos breves años su época dorada a costa de hundir al país en una demencial espiral de violencia paraestatal.

Nueve meses después de ser electo presidente, el 1º de julio de 1974, Perón falleció. En octubre de ese mismo año, la organización Montoneros -que había pasado a la clandestinidad un mes antes- secuestró el cadáver de Aramburu y le exigió al gobierno de Isabel Perón que, a cambio de su restitución, el cuerpo de Eva Perón volviera a la Argentina. José López Rega, secretario privado de la presidente de la Nación y "hombre fuerte del país", debió viajar personalmente a Madrid y traer consigo el féretro. Los documentos fotográficos de la época muestran la procesión del ataúd, montado en el furgón de un rambler celosamente custodiado por hombres fuertemente armados, transitando por las calles de Buenos Aires. Los restos de Eva fueron trasladados a una cripta en el cementerio de Olivos, en el mismo lugar donde reposaban los restos del general Perón.

El 24 de marzo de 1976 un nuevo golpe cívico militar destituyó de la presidencia a la viuda del general Perón, dando comienzo a la etapa más oscura de la vida política de los argentinos. La dictadura enfrentó, entonces, el mismo problema que sus antecesores: el cadáver de Evita seguía siendo un hecho molesto.

Finalmente, los comandantes militares decidieron devolver el cuerpo de La Muerta a sus hermanas. El 22 de julio de 1976, veinticuatro años después de su muerte, fue discretamente sepultada en la bóveda que la familia Duarte poseía en el Cementerio porteño de La Recoleta, a seis metros de profundidad y cubierta con una lámina de acero blindado para evitar nuevas profanaciones.

La Muerta -la literalmente incorruptible y la más molesta para las clases dominantes de este país- ya descansaba definitivamente en paz. No deja de resultar paradójico que el destino final de esa mujer lo haya debido resolver una feroz dictadura que hizo de las desapariciones forzadas de personas la más elemental y rutinaria de sus prácticas.