Crónica de una tragedia argentina: Dorrego y Lavalle

05.08.2021
Dorrego ante el pelotón de fusilamiento, asistido por un capellán.
Dorrego ante el pelotón de fusilamiento, asistido por un capellán.

Al igual que "El largo viaje de La Muerta" este texto forma parte de "Documentos de Barbarie. Literatura, violencia y orden político en la Argentina", un proyecto ensayístico inédito a la fecha. 

"Nuestro hombre está perdido: él mismo se ha labrado su ruina". Con este lacónico comentario, murmurado entre su círculo más cerrado, Julián Segundo de Agüero -sacerdote, masón y ex ministro de Gobierno de Bernardino Rivadavia- vaticinaba el inminente y fatídico final del Coronel del Pueblo. Entreverado entre las sutiles filigranas de una conspiración pacientemente tejida por sus enemigos políticos el coronel Dorrego iniciaba el trayecto final hacia su ruina. (Saldías: 1987, p. 179)

Un siglo después de su trágica muerte, Manuel Dorrego se erigió como uno de los íconos predilectos en el panteón de los próceres del pensamiento nacional y popular. Esto se debe a que todo proyecto político -alguno más que otro- necesita exhumar algunas reliquias del pasado y transformarlas en recursos simbólicos apropiados para construirse en el presente. El liberalismo sigue apelando, por ejemplo, a Sarmiento. El nacionalismo popular, a Dorrego; porque en el desarrollo de su relato sobre la historia argentina sólo dos figuras merecieron llamarse coroneles del pueblo; y Dorrego, el fusilado de Navarro, fue el primero de ellos.

Sobre los hechos más destacados de su vida, consignaremos apenas unas breves líneas, y no más. No porque creamos que su vida pueda considerarse insípida -no lo fue, sin dudas-, sino porque lo que aquí nos interesa analizar, en detalle, es el agitado intercambio epistolar que envolvió su asesinato; porque el golpe militar encabezado por Juan Galo Lavalle -quien lo derrocó y lo mandó a fusilar, de un modo sumario- es una temprana evidencia de un fenómeno recurrentemente transitado a lo largo de toda la historia argentina: la violencia como elemento fundacional del orden político y el orden político como fuente creadora de nuevos ciclos de violencia.

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Coronel Manuel Dorrego (1787-1828)
Coronel Manuel Dorrego (1787-1828)

Manuel Dorrego nació en Buenos Aires en 1787. Sus biógrafos nos dicen que fue el menor de los cinco hijos de un acaudalado comerciante portugués, casado con una porteña; que cursó su instrucción elemental en el Real Colegio de San Carlos y que, a principios de 1810, ingresó en la Universidad de San Felipe, en Chile, para iniciar sus estudios en Derecho. También nos dicen que fue allí, en ese clima convulsionado, en donde el joven Manuel abandonó definitivamente las aulas para unirse al movimiento de independencia chileno. Como soldado de la milicia transandina logró importantes victorias sobre las fuerzas de la contrarrevolución, las que le valieron su ascenso al grado de capitán. Tenía, por entonces, apenas 23 años.

Antes que hubiera concluido el año diez, el capitán Dorrego volvió a su ciudad natal y se alistó en el ejército del Norte. Combatió en Cochabamba y, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, en las batallas de Tucumán y Salta. Mientras el Ejército del Norte avanzaba hacia Potosí, Dorrego fue arrestado por actos de indisciplina, quedando confinado en las posiciones de retaguardia, hecho que le impidió participar de los combates de Vilcapugio y Ayohuma, verdaderos desastres para las tropas patriotas: algunos autores conjeturan que, teniendo en cuenta la conducta bizarra y temperamental del joven oficial resulta muy probable que, en alguna de esas dos contiendas, hubiera perdido la vida.

El temperamento vehemente de Dorrego y su desapego a la disciplina fueron lugares comunes transitados desde las diferentes tradiciones historiográficas del liberalismo argentino. Veamos, por ejemplo, el aporte de Tulio Halperín Donghi (2000, p.248) al conocimiento de la personalidad de este coronel.

...Dorrego: un brillante y no siempre afortunado jefe militar, más apreciado por su valor que por su disciplina. Un veterano en la lucha contra el realista, también de la lucha contra la disidencia litoral, a la que combatió, con fortuna variada, entre 1814 y 1820. Un político cuyo capital es una popularidad que atraviesa intacta tormentas y persecuciones, que sin embargo no sido nunca de veras temible. Porque la astucia no es su fuerte. (Halperín Donghi: 2000, p. 248).

El párrafo parece inocente e inocuo, pero está muy lejos de serlo en verdad. Al considerar a Dorrego como un militar valiente y apasionado pero carente de astucia, Halperín opta por equipararlo con su matador: Dorrego, al igual que Lavalle, no sería otra cosa que una espada sin cabeza.

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Reemplazado Belgrano por José de San Martín en la conducción del Ejercito Norte, Dorrego se retoba ante sus superiores, lo que motiva su detención y traslado a Buenos Aires. De allí es enviado a prestar servicios en la Banda Oriental, a las órdenes de José Rondeau, para contener al caudillo oriental José Artigas. Cierto destino, entre trágico y confuso, quiso que Dorrego debiera enfrentar a Artigas, porque ambos serán reconocidos con posterioridad como dos de las figuras más emblemáticas del federalismo rioplatense. Veremos, un poco más adelante, cómo la cuestión de la Banda Oriental será, por igual, el motivo principal que empujó a la muerte a Dorrego así como significó el fin del sueño político del "Protector de los Pueblos Libres".

De la Banda Oriental Dorrego regresa a Buenos Aires empardado: logró vencer a Otorgués en Marmarajá y, a su vez, fue vencido por Frutos Rivera en Guayabos. Fue en esta época cuando el joven militar quedó relegado para darle paso al encendido tribuno de la plebe.

Dorrego decidió unirse al grupo que lideraba Manuel Moreno. Ya entonces se declaraba partidario del gobierno de federación, posición política que lo colocaba como opositor al programa de ribetes monárquicos y centralistas sostenido desde el Directorio. Ya comentamos algunos detalles sobre el carácter difícil de Dorrego. Lo sabemos nosotros, y más lo sabía Juan Martín de Pueyrredón, Director Supremo, quien ordenó su destierro en noviembre de 1816.

Luego de una accidentada travesía, arribó a Baltimore donde permaneció por el lapso de tres años junto con otros exiliados del Directorio, entre ellos Domingo French y Feliciano Chiclana. Dicen que fue allí, en los Estados Unidos, en donde el federalismo intuitivo de Dorrego comenzó a impregnarse de algunos elementos doctrinarios más sólidos.

Poco después, Pueyrredón fue destituido y reemplazado por José Rondeau. El nuevo director supremo intentó imponerles a las provincias una constitución, que terminó siendo ampliamente rechazada. En febrero de 1820 los caudillos del litoral, Francisco Ramírez y Estanislao López, marcharon con sus montoneras hacia Buenos Aires y derrotaron a las fuerzas de Rondeau en la cañada de Cepeda. Esta breve batalla puso fin al régimen del Directorio y marcó el punto de inicio de las autonomías provinciales.

Desaparecido el Directorio, se estableció una amplia amnistía que permitió que Dorrego y otros exiliados pudieron regresar al país. El nuevo gobernador de Buenos Aires, Manuel de Sarratea, lo exoneró de los cargos que pesaban en su contra, lo rehabilitó en su rango militar y dispuso que le pagaran los sueldos que se le adeudaban. Parecía que una nueva vida, más sosegada, comenzaba para él.

En 1823, fue elegido representante ante la Junta de Gobierno, tarea que acompañó con una intensa labor de prensa. Desde las páginas de su periódico El Argentino promovió y divulgó los aspectos centrales del programa federal, opuesto a las ideas de Bernardino Rivadavia, quien por aquel entonces se desempeñaba como ministro de las carteras de gobierno y de relaciones exteriores del gobernador propietario Martín Rodríguez.

Interesado por la intensa actividad minera que se desarrollaba en el norte del país -una de las primeras grandes burbujas financieras en estas latitudes- Dorrego entabló una amistad con el gobernador santiagueño Ibarra. Fue por esta razón que, en ocasión de conformarse el nuevo Congreso Nacional, fue electo diputado por aquella provincia. De esa época, ha llegado hasta nosotros la trascripción de sus notables intervenciones en el debate sobre la sanción de la Constitución Nacional de 1826, en las cuales abogó en favor de la adopción de la forma federal de gobierno y de un sistema de sufragio ampliado. En pocos años, Dorrego -aquel antiguo oficial valiente aunque indisciplinado- se había convertido en el dirigente más importante del partido federal de la ciudad de Buenos Aires y en uno de los referentes políticos más escuchados por los gobiernos provinciales.

La Constitución de 1826, aprobada por el Congreso, siguió la misma suerte que la de 1819: fue rechazada por los pueblos del interior, con excepción de Tucumán y la Banda Oriental. Este hecho, sumado a los términos vergonzantes del Tratado de Paz acordado con el Imperio del Brasil por el ministro Manuel José García, desencadenó en junio de 1827 el abrupto final de la experiencia presidencial de Rivadavia. Tras un breve interinato de Vicente López y Planes, la Junta de Representantes designó a Dorrego como nuevo y legítimo gobernador de la provincia de Buenos Aires, en agosto de 1827.

Es aquí cuando comienza el vertiginoso período de quince meses que separa el momento de mayor apogeo y popularidad del Coronel del Pueblo, de su trágica muerte.

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El flamante gobernador tenía por delante dos cuestiones urgentes por atender: el grave estado de las finanzas provinciales y la ratificación de los acuerdos de paz con el Brasil. Una vez que dejaron el gobierno, los principales dirigentes unitarios - responsables directos de estos hechos - se replegaron para dar comienzo a persistentes acciones conspirativas. En aquellos días de repliegue estratégico, el cura Agüero -quien carecía de espada, pero le sobraba cabeza- le comentaba a Vicente López y Planes:

... No se esfuerce usted en atajarle el camino a Dorrego: déjelo usted que se haga gobernador, que impere aquí como Bustos en Córdoba: o tendrá que hacer la paz con el Brasil con el deshonor que nosotros no hemos querido hacerla; o tendrá que hacerla de acuerdo con las instrucciones que le dimos a García, haciendo intervenir el apoyo de Canning y de Ponsonby. La Casa Baring lo ayudará pero sea lo que sea, hecha la paz, el ejército volverá al país y entonces veremos si hemos sido vencidos. (López: 1891, pp.152-153)

Canónigo Julián Segundo de Agüero, sacerdote católico, masón e ideólogo del Partido Unitario
Canónigo Julián Segundo de Agüero, sacerdote católico, masón e ideólogo del Partido Unitario

Al momento de asumir Dorrego el gobierno, la economía provincial transitaba por una situación crítica, signada por el incremento sostenido del gasto y del endeudamiento públicos, que crecían a la par de la evolución de la guerra con el Brasil. A esta situación fiscal delicada se sumaba el alza desmesurada de la cotización del oro -que encarecía fuertemente los precios de los artículos de primera necesidad- y el constante drenaje de moneda metálica que fugaba al exterior.

Dorrego logró frenar en parte esta tendencia ruinosa de la economía a partir de políticas de austeridad fiscal, de control de precios y de restricciones al giro de oro a los mercados externos. Lo que sí resultó irrefrenable fue la postergada firma del tratado de paz con el Brasil exigida por vastos sectores (algunos de ellos representados en la legislatura y que pertenecían a la vieja facción rivadaviana) que veían en ella una solución aceptable a los complejos problemas comerciales y financieros, generados por el bloqueo naval del puerto de la ciudad impuesto por la armada imperial brasileña.

Para presionar al gobernador a firmar la paz, los representantes opositores en la Legislatura porteña restringieron las atribuciones del Banco Nacional como agente financiero del gobierno y rechazaron la solicitud del gobierno para que se autorizaran nuevos recursos para continuar la guerra. Finalmente, sin los fondos necesarios para definir la contienda y con una opinión pública crecientemente favorable a la paz, Dorrego -quien, siendo opositor a Rivadavia, bregó con insistencia por continuar la guerra hasta su resolución final- se vio obligado a aceptar los términos de una paz "decorosa" que había sido pacientemente tejida por la diplomacia británica.

En agosto de 1828, se firmó el tratado que ponía fin a la guerra con el Brasil pero que significaba, al mismo tiempo, la pérdida definitiva de la Banda Oriental que conformaría un estado independiente.

Alcanzada finalmente la paz, las especulaciones tejidas por el cura Agüero comenzaron a cumplirse de manera inexorable. El ejército volvió de los campos de batalla con el evidente malestar que produjo saber que sus enormes sacrificios en recursos y hombres se habían perdido entre los sinuosos pliegues de la mesa de las negociaciones diplomáticas. Al frente de aquellos veteranos estaba el general Juan Galo Lavalle, el héroe en Riobamba que había servicio como oficial auxiliar de Dorrego en la batalla de Guayabos.

Hacia el mes de noviembre, el golpe militar contra Dorrego era ya un hecho inminente. Los principales dirigentes del Partido Unitario (los rivadavianos) se reunieron en la noche del 30 de noviembre para ultimar los detalles de la destitución y de la suerte posterior de Dorrego. Del cónclave participaron, entre otros, el cura masón, un personaje de nombre Varaigné o Barrenes -que actuaba allí en representación de Rivadavia, quien por entonces estaba ausente del país-, el periodista (y mediocre poeta) Juan Cruz Varela, quien había sido secretario del efímero congreso constituyente de 1826; y, por supuesto, el Doctor Lingotes.

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Salvador María del Carril, el Doctor Lingotes, había sido gobernador de San Juan luego de la disolución del Directorio. Debía su apodo a los frecuentes y turbios manejos que hizo con el oro extraído de las minas de su provincia; manejos que explicaban, en gran parte, su considerable fortuna.

Cuando Rivadavia asumió el fugaz gobierno de la república, Del Carril fue convocado como ministro de Hacienda, con los penosos resultados que ya se han comentado. En la célebre carta de la Hacienda de Figueroa, que Juan Manuel de Rosas le dirige a Facundo Quiroga, aquél se refiere a Del Carril mediante una opinión tan lapidaria como risueña:

... ¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombre para el gobierno general que a Don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo organizar su Ministerio sino quitándole el cura a la Catedral [en referencia a Agüero], y haciendo venir de San Juan al Doctor Lingotes para el Ministerio de Hacienda, que entendía de ese ramo lo mismo que un ciego de nacimiento entiende de astronomía? (citado en Barba; 1975, p. 99)

Años después, el Doctor Lingotes decidió acompañar a Urquiza como vicepresidente de la nación; pero su desmesurada ambición lo llevaba a pensar que un hombre talentoso como él había nacido para un destino político mucho más elevado. Se ilusionó, entonces, con ser presidente pero el caudillo entrerriano le cerró el paso optando por Santiago Derqui. Entonces, Del Carril saltó el cerco que durante una década lo había separado de sus antiguos amigos y se enroló en la causa de Buenos Aires contra de la Confederación Argentina. Luego de Pavón arregló, con su agudo olfato de hombre de negocios y de leyes, los términos de la paz fijada entre Mitre y Urquiza y, en retribución a tan encomiable servicio, fue designado por el flamante presidente como ministro de la primera Corte Suprema de Justicia que se estableció en nuestro país. En los acontecimientos que aquí examinamos, Del Carril -junto con el tinterillo Varela- fueron los principales instigadores del asesinato del gobernador Dorrego.

Salvador María del Carril, el "doctor lingotes", principal instigador del asesinato de Dorrego.
Salvador María del Carril, el "doctor lingotes", principal instigador del asesinato de Dorrego.

De acuerdo con la marcha del plan tejido por el cura Agüero, el 1º de diciembre de 1828 las tropas de Lavalle -que se habían acantonadas la noche anterior en el Retiro- tomaron la ciudad de Buenos Aires y destituyeron al gobierno. Agüero, preocupado por legitimar la autoridad de Lavalle y, a la vez, por impedir que la Junta de Representantes designara una figura alternativa, se apresuró a organizar un raro experimento electoral que se conoció como la "votación de los sombreros": se congregó a la vecindad importante en la Catedral y se mocionó que todo aquel que estuviera a favor de que Lavalle fuera el nuevo gobernador provisional de la provincia, que arrojara su sombrero al aire. Así interpretaban los unitarios de Buenos Aires su legislación electoral.

Ante la imposibilidad inmediata de frenar el alzamiento, Dorrego escapó por la puerta de la parroquia del Socorro y partió hacia Ranchos, en busca de las milicias rurales que respondían a Juan Manuel de Rosas, el comandante de la Campaña.

El 6 de diciembre, Lavalle delegó el gobierno en manos del veterano almirante Guillermo Brown y, al frente de un regimiento de coraceros, salió a perseguir al gobernador derrocado. Al clarear el día 9, Lavalle dio contra las fuerzas opositoras y logró dispersarlas, obligando a Rosas a rehuir del combate y enfilar hacia Santa Fe en busca de su aliado, el gobernador Estanislao López. Dorrego, en cambio, decidió permanecer en el territorio de la provincia, tratando de llegar hasta Areco, en donde se encontraba el regimiento 8, al mando del coronel Pacheco, el único oficial que aún permanecía leal a su autoridad. Sin embargo, Pacheco sabía que sus hombres ya no le respondían, y trató infructuosamente de advertirle a Dorrego de esta situación.

Finalmente, el 10 de diciembre Manuel Dorrego cayó prisionero en manos de los húsares del teniente coronel Bernardino Escribano, quien inmediatamente participó a Lavalle de la novedad. Al momento de recibir el parte de la detención del exgobernador, el general sublevado se encontraba acampando en Navarro y desde allí instruyó a Escribano a que le enviara el prisionero. En este punto de los acontecimientos comienza la trama epistolar del asesinato de Manuel Dorrego.

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Más allá de que el "núcleo duro" del Partido Unitario había ya resuelto la ejecución de Dorrego, la situación generada a raíz del pronunciamiento de Lavalle y del tenor que iban tomando los hechos motivó la preocupación de varios de los agentes diplomáticos acreditados en Buenos Aires.

Anoticiado de su captura, el cónsul de los Estados Unidos John Forbes intentó gestionar ante Brown y José Miguel Díaz Vélez, ministro de Gobierno, la salida de Dorrego del país en un buque ofrecido por su gobierno. A la par de la gestión de Forbes, el mismo Dorrego les había remitido unas breves líneas en las cuales solicitaba ser tratado, en mérito a su trayectoria, de un modo similar al que proponía el diplomático: "No dudo que Vd. hará valer su posición para que se me permita ir a los Estados Unidos - le escribe Dorrego a Brown, mientras era conducido hacia el campamento de Lavalle- dando fianzas de que mi permanencia allí será por el tiempo que se me designe. Mis servicios al país creo merecen esta consideración, al mismo tiempo que el que Vd. influirá a que se realice". En sendas cartas que Brown y Díaz Vélez le remitieron a Lavalle, tanto uno como otro manifestaron estar de acuerdo con la solución que Forbes y Dorrego proponían. Sin embargo, lo que ambos ignoraban al momento de despacharlas era que Dorrego ya había sido ejecutado.

Juan Galo Lavalle, el "León de Rio Bamba". Responsable material del asesinato de Dorrego.
Juan Galo Lavalle, el "León de Rio Bamba". Responsable material del asesinato de Dorrego.

Durante el tiempo que duró el breve cautiverio del coronel del pueblo, los inquietos Del Carril y Varela se dedicaron a operar a través de una incesante correspondencia sobre el dubitativo general sublevado. Fechada el 12 de diciembre -un día antes del fusilamiento- Del Carril le escribe a Lavalle:

... Ahora bien, general, prescindamos del corazón en este caso. Así, considere usted la suerte de Dorrego. Mire usted que este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento. En tal caso, la ley es que una revolución es un juego de azar en el que gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la aplicación de este principio de una evidencia práctica, la cuestión me parece de fácil resolución. Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra, y no cortará usted las restantes; ¿entonces, qué gloria puede recogerse en este campo desolado por estas fieras?. Nada queda en la República para un hombre de corazón.

Sin duda alguna, la metáfora de la hidra utilizada por el doctor Lingotes debió de haber impresionado mucho a Lavalle, al punto que decidió adoptarla como propia. En respuesta al pedido de moderación que le formulara Brown en relación con evitar la muerte de Dorrego, Lavalle - que a esta altura de los hechos ya estaba definitivamente persuadido sobre la decisión que finalmente tomó - le escribió con un tono de inusitada dureza:

... Desde que emprendí esta obra, tomé la resolución de cortar la cabeza de la hidra, y sólo la carta de Vuestra Excelencia puede haberme hecho trepidar un largo rato por el respeto que me inspira su persona.

Yo, mi respetado general, en la posición en que estoy colocado, no debo tener corazón. Vuestra excelencia siente por sí mismo, que los hombres valientes no pueden abrigar sentimientos innobles, y al sacrificar al coronel Dorrego, lo hago en la persuasión de que así lo exigen los intereses de un gran pueblo.

Estoy seguro de que a nuestra vista, no le quedará a vuestra excelencia la menor duda de que la existencia del coronel Dorrego y la tranquilidad de este país son incompatibles.

Mientras tanto Juan Cruz Varela -aquel mediocre poeta y tinterillo de este relato- colaboró desde un inicio con la operación que había puesto en marcha Del Carril. Varela estaba convencido de que, por ninguna razón, Dorrego podía regresar vivo a la ciudad, ni siquiera para embarcarse hacia otro país. Con esta convicción le escribió, el mismo día 12, una breve esquela a Lavalle.

...Mi general:

Después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que la ha hecho correr, está formado: ésta es la opinión de todos sus amigos de usted; esto será lo que decida de la revolución; sobre todo, si andamos a medias... En fin, usted piense que 200 o más muertos y 500 heridos deben hacer entender a usted cuál es su deber...

Cartas como éstas se rompen, y en circunstancias como las presentes, se dispensan estas confianzas a los que usted sabe que no lo engañan, como su atento amigo y servidor.

Años después, durante su largo exilio montevideano en épocas de Rosas, Varela negó haber escrito estas líneas intentando así endilgarle a Lavalle la más completa responsabilidad en la decisión de fusilar a Dorrego. Lo que Varela ignoraba era que el héroe de Riobamba había desechado su advertencia y no había roto ninguna de esas ominosas cartas, tal vez previendo la futura defección de estos "atentos amigos y servidores".

Gregorio Aráoz de Lamadrid le ofrece a su compadre Manuel Dorrego una chaqueta para morir con decencia.
Gregorio Aráoz de Lamadrid le ofrece a su compadre Manuel Dorrego una chaqueta para morir con decencia.

El día 13, a primeras horas de la tarde, el carruaje que transportaba a Dorrego arribó al campamento que Lavalle había establecido en Navarro. Allí mismo y sin mayor demora, Lavalle le ordenó a Juan Elías, su edecán, que le comunicara al reo que dentro de una hora sería fusilado. Durante ese breve lapso, apenas suficiente para que el gobernador escribiera algunas esquelas, Lavalle se negó con insistencia a recibirlo. Precisamente los avatares de la última hora de vida de Manuel Dorrego fueron el tema central de la novela de Pedro Orgambide, que lleva por título la que fue, tal vez, la última frase de Dorrego: a punto de ser conducido ante el pelotón de fusilamiento, el Coronel del Pueblo le pidió a su compadre Gregorio de Lamadrid "una chaqueta para morir".

Entre todas esas cartas escritas a ritmo apresurado se encuentra aquella que le dirige a su mujer Ángela Baudrix. Puede advertirse allí a un Dorrego sorprendido aún por el encarnizado tratamiento de Lavalle para con él, e ignorante de las causas que lo llevarán, en breves minutos, a la muerte.

... Mi querida Angelita:

En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué; mas la Providencia Divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí.

Mi vida, educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía de este desgraciado.

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Hubo entre las filas de los insurrectos personajes menos piadosos que Lamadrid. El coronel Federico Rauch fue uno de ellos. De origen prusiano (había nacido en Alsacia, en 1790) y formado como oficial en las guerras napoleónicas, Rauch llegó al país en marzo de 1819 alistándose en la guerra contra los ranqueles. En 1823, el gobernador Gregorio de Las Heras le confirió el grado de teniente coronel y lo puso al frente del regimiento de Húsares.

En 1827, disuelto el gobierno de Rivadavia, Dorrego destituyó a Rauch, entre otros motivos, por los delitos aberrantes que las tropas a su mando habían cometido entre la población indígena. Dicen que ésta era la causa principal del odio que sentía el prusiano hacia Dorrego, como de su incondicional adhesión a la sublevación de Lavalle.

El coronel Federico Rauch, mercenario prusiano, se hizo célebre en nuestras guerras civiles por su extrema e innecesaria crueldad: se le atribuye, entre otros hechos, haber introducido en nuestros anales militares, junto con el coronel Estomba, el eficaz y a la vez ominoso método de asesinar a sangre fría a sus prisioneros, atándolos a la boca de los cañones para, luego, dispararlos.

Meses después del asesinato de Dorrego, en la batalla librada en marzo de 1829 en Las Vizcacheras, Rauch fue capturado y degollado por Arbolito, un capitanejo ranquel que militaba a las órdenes de Juan Manuel de Rosas.

"Arbolito", el cacique ranquel que en su juventud había tomado prisionero y ajusticiado al mercenario prusiano Federico Rauch
"Arbolito", el cacique ranquel que en su juventud había tomado prisionero y ajusticiado al mercenario prusiano Federico Rauch

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Manuel Dorrego fue fusilado, en forma expeditiva y sin juicio previo, el 13 de diciembre de 1828. Ese mismo día, Lavalle despachó un parte dirigido al gobierno delegado, informándole de la novedad: "La historia -escribió Lavalle- juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir; y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público".

En los días siguientes al suceso, Salvador María Del Carril -recordémoslo: futuro juez de la Corte Suprema- le escribió a Lavalle, en parte para congratularse del hecho y, en parte, para sugerirle la falsificación de un expediente sobre el proceso judicial a Dorrego, hecho que nunca existió. Del Carril -hombre versado en leyes, al fin de cuentas- consideraba que la publicación de un documento de esta naturaleza sería particularmente útil para diluir las consecuencias del crimen que habían cometido. Escribió Del Carril:

... Me tomo la libertad de prevenirle, que es conveniente recoja usted un acta del consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un instrumento de esta clase, redactado con destreza, será un documento histórico muy importante para su vida póstuma (...) Que lo firmen todos los jefes y que aparezca usted confirmándolo. Debe fundarse en la rebelión de Dorrego con fuerza armada contra la autoridad legítima elegida por el pueblo; en el empleo de los salvajes para ese atentado; en sus depredaciones posteriores.

Sin duda, Lavalle desestimó esta primera sugerencia. En definitiva, él era un hombre de acción que entendía poco y nada de vericuetos legales. Del Carril insistió sobre el asunto, porque él sí era consciente de lo que está verdaderamente en juego, de cara al futuro. Volvió a escribirle a Lavalle, esta vez sin tanto refinamiento.

...Cuatro palabras sobre la muerte de Dorrego y no más: ella no pudo ser precedida de un juicio en forma: 1) porque no había jueces; 2) porque el juicio es necesario, para averiguar los crímenes y demostrarlos, y de los atentados de Dorrego se tenía más que juicio, opinión, de su evidencia existente y palpable, comprobada por muchas víctimas, por un número considerable de testigos espectadores y por su prisión misma. Sin embargo, vea usted cuál es mi duda. ¿No será conveniente dejar a los contemporáneos y a la posteridad, en los mismos esfuerzos que se hagan para suplir las formas, que no se han podido llenar o que eran innecesarias en el caso, una prueba viva del estado de la sociedad en que hemos tenido, usted y yo, la desgracia de nacer, y de la clase del malvado, que se ha visto usted forzado a la tranquilidad?

Al objeto, y si para llegar siendo digno de un alma noble es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos según dice Maquiavelo; verdad es, que así se puede hacer el bien y el mal; pero es por lo mismo que hay tan poco grande en las dos líneas.

Entretanto, el tinterillo había vuelto a su mediocre poesía y a sus habituales tareas de prensa. En esos días de exagerado exitismo, Varela publicó en "El Pampero" estos conocidos versos de su autoría, versos que destilaban un profundo odio de clase:

...Bustos y López

Solá y Quiroga

oliendo a soga

desde hoy están

La gente baja

ya no domina

y a la cocina

se volverá.

***

El breve gobierno de Lavalle estuvo signado por el terror y el descalabro. Finalmente, en abril de 1829 las montoneras de Rosas y López lo vencieron en el Puente de Márquez, y de allí en más, su otrora fulgurante estrella comenzó a apagarse. Un año después del asesinato de Dorrego, Juan Manuel de Rosas, ex comandante de la Campaña fue proclamado por la Legislatura como el nuevo gobernador de la provincia. El tinterillo, el doctor Lingotes y el héroe de Riobamba huyeron, entonces, hacia Montevideo, refugio sempiterno de nuestros exiliados.

Las cartas que rodearon al asesinato del coronel Manuel Dorrego sobrevivieron a su tiempo, y muchos ensayistas intentaron dilucidar por qué. José Pablo Feinmann (1998: 168) sugiere que un sector de la historiografía clásica -al hacer pública esta correspondencia- intentó salvar a Lavalle y, con él, poner a resguardo la tradición patriótica y sanmartiniana del ejército argentino. Así produjeron la redención de Lavalle" entregando aun par de civiles para salvar a un militar". Uno de los primeros trabajos en esta dirección fue el de Ángel Justiniano Carranza ("El General Lavalle ante la justicia póstuma", publicado en 1880), el cual sirvió de base documental para que, posteriormente, se realizaran numerosos estudios sobre este tema; entre ellos, el que escribieron a mediados de los años sesenta Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde ("El asesinato de Dorrego, Buenos Aires: Peña Lillo, 1965).

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Un párrafo al margen de esta historia: quienes lo conocieron personalmente coinciden en afirmar que Rodolfo Ortega Peña, abogado y militante político, poseía una inteligencia poco frecuente en relación con su juventud. Fue coautor, además del citado trabajo, de numerosos estudios y artículos que constituyen una importante referencia de la historiografía revisionista, entre ellos "Facundo y la Montonera" y "Felipe Varela contra el imperio británico". En 1973, luego del amplio triunfo electoral del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI), asumió como diputado nacional, en representación de la izquierda peronista. En el acto de asunción de los legisladores, Ortega Peña había utilizado una fórmula inaudita de juramento: "la sangre derramada no será negociada", - pronunció en aquella oportunidad.

El 31 de julio de 1974, Ortega Peña cayó asesinado, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, por la ráfaga de una ametralladora disparada desde el interior de un automóvil en marcha. La Triple A, esa temible banda parapolicial de extrema derecha que actuaba, por aquellos años, al amparo de José López Rega, ministro de bienestar social y secretario personal de Juan Perón, se adjudicó el atentado.

Al ser asesinado, Rodolfo Ortega Peña tenía 38 años.

Rodolfo Ortega Peña
Rodolfo Ortega Peña

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Años después de ocurrido el crimen, Lavalle -según relata el general Tomás de Iriarte en sus Memorias- admitió que haber sublevado a las tropas para derrocar y fusilar a Dorrego había sido un inmenso error, y que jamás debió haberse dejado influenciar por los consejos de los "hombres de casaca negra". "Si algún día volvemos a Buenos Aires, juro sobre mi espada, por mi honor de soldado que haré un acto de profunda expiación: rodearé de respeto y consideración a la viuda y los huérfanos del Coronel Dorrego", dice Iriarte que dijo Lavalle.

Sin embargo, diez años después de haber derrocado y mandado a fusilar a Dorrego, Lavalle fue nuevamente persuadido, por los mismos personajes, de sublevarse contra otro gobierno legítimamente constituido. La llamada Comisión Argentina -integrada por los dirigentes más notorios del viejo Partido del Orden, exiliados en Montevideo- lo convenció de ser el conductor más idóneo para dirigir un ejército libertador que, con el apoyo financiero y militar francés, derrocara a la tiranía de Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires.

Si el primer levantamiento de Lavalle podría considerarse, con una excesiva dosis de indulgencia, un error atribuible a su falta de astucia política, el segundo, que llevó a cabo entre 1839 y 1840, no podría sino tomarse por una calamidad producida por su pertinaz estupidez. En julio de 1839, a bordo de los buques de la escuadra francesa, el ejército de Lavalle se lanzó desde la isla Martín García a una nueva campaña "libertadora". Ingresó en el territorio argentino por el litoral, con el objetivo de llegar a Buenos Aires y dar, allí, la batalla final contra Rosas.

Mientras tanto, en el interior, y ante las expectativas abiertas por la campaña de Lavalle, los gobiernos de las provincias del noroeste (Tucumán, Catamarca, Jujuy y La Rioja) resolvieron desconocer la autoridad política de Juan Manuel de Rosas y a revocarle las facultades que oportunamente le delegaron para que las representara ante los gobiernos extranjeros. Este fue el comienzo de la efímera Coalición del Norte.

Mientras esto sucedía con las provincias interiores, Lavalle había logrado desembarcar, en agosto de 1840, (más de un año después de haber abandonado Montevideo), en San Pedro para, desde allí, emprender la marcha sobre la ciudad.

Se ignora aún hoy qué complejas cavilaciones lo detuvieron a las puertas de Buenos Aires sin animarse a entrar con sus tropas en ella. Tal vez esperó, inútilmente, que el pueblo mismo produjera la caída del tirano; o tal vez, que la artillería naval francesa tomara una intervención más decidida en la contienda. Lo que sí se sabe con certeza es que, luego de permanecer cuatro días frente a la ciudad, Lavalle decidió retirarse. Entre los miembros más conspicuos de la Comisión Argentina que contemplaban las operaciones militares a bordo de los buques franceses, se hallaba Florencio Varela, hermano del mediocre tinterillo y poeta Juan Cruz, quién -a diferencia de éste- era considerado un hombre de reconocida valía intelectual. Florencio Varela, indignado ante su inexplicable retirada, le escribió a Lavalle: "No hay una sola persona, una sola, General, que no haya condenado este funestísimo movimiento. No comprendo, General, cómo se justificará usted ahora ni nunca".

La carta de Varela a Lavalle termina con este lapidario juicio: "Ése ha sido, General, el defecto capital de usted: no pedir consejo ni oírlo de nadie, decidir por sí solo. Y por desgracia no decide usted lo mejor".

Desde su claudicación en adelante, el rumbo que tomó Lavalle fue errático. Su ejército, que se convirtió en jirones frente a cada una de sus desafortunadas decisiones, marchó hacia el norte. Juan Manuel de Rosas dispuso que fuera el general oriental Manuel Oribe quien lo persiguiera incansablemente; y así lo hizo: Oribe se convirtió en la sombra obstinada de Lavalle hasta su último día de vida.

El 28 de noviembre de 1840 ambos ejércitos chocaron en Quebracho Herrado y Oribe destrozó al llamado "Ejército Libertador"; aunque en realidad debemos aclarar que a esta altura de los hechos, la batalla de Quebracho Herrado se produjo entre un solo ejército (el de Oribe) enfrentando a una banda de jinetes andrajosos, famélicos y mal pertrechados.

Quebracho Herrado marcó el principio del fin de la llamada Coalición del Norte y de sus principales jefes. El gobernador tucumano Marco Avellaneda fue traicionado por su escolta y entregado a las fuerzas de Oribe quien, luego de darle muerte, ordenó decapitarlo; José Cubas, mandatario de Catamarca, fue fusilado; con cierta dosis de fortuna a su favor, Aráoz de Lamadrid -el compadre de Dorrego, quien le prestó su chaqueta para morir- logró fugarse a Chile, después de haber sido vencido en Rodeo del Medio. Después de todos estos infortunados sucesos, Lavalle -preso de la impotencia y de una insondable depresión- desistió de llevar a cabo cualquier operación militar de envergadura.

Al desastre de Quebracho Herrado le siguió el de Famaillá, en septiembre de 1841. Lavalle agrupó a los doscientos sobrevivientes de su ejército y marchó hacia Jujuy, intentando sumar otras fuerzas. Al llegar a las afueras de la ciudad, ordenó a sus hombres acampar allí, mientras él se alojó en la casa de la familia Zenarruza. Finalmente, en la madrugada del 8 de octubre de 1841, una partida de Oribe, al mando de un sargento apellidado Bracho, dio fortuitamente con el paradero del general. En el interior de aquella casa y ya consciente de que ya no tenía forma posible de escapar, Lavalle -a quien acompañaba su joven amante, Damasita Boedo-se quitó la vida.

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La historiografía liberal procuró disimular su suicidio mediante el relato inverosímil de un confuso tiroteo y de un peregrino proyectil que logró, luego de una sinuosa trayectoria, atravesar el ojo de una cerradura y darle en la garganta al general. Quizá fue el católico Félix Frías, su fiel secretario, quien tejió esta versión para ocultar la ominosa muerte de su jefe. ¿Cuál era la necesidad de acordar un relato tan increíble? Cabe recordar al respecto que, en aquellos tiempos, el suicidio y el adulterio -las dos situaciones en las que simultáneamente se vio involucrado Lavalle cuando fue sorprendido por la partida federal del sargento Bracho- merecían una inflexible imprecación por parte de la Iglesia Católica, con la posibilidad concreta de negarle, a todo aquel que incurriera en dichas faltas, una cristiana sepultura. Así, la versión de la "bala peregrina" fue convenida como real por todos los protagonistas del hecho, incluidos Rosas y Bracho.

Muerto Lavalle, sus hombres tomaron la decisión de llevar su cuerpo a Potosí para inhumarlo allí y evitar así que Oribe lo decapitara, tal como había prometido. La larga marcha a través de la quebrada, protagonizada por esa banda de harapientos que alguna vez pretendió ser el ejército Libertador, con el cuerpo de su jefe envuelto en un poncho celeste, acompañado por su amante y por su secretario, debió haber sido una de las escenas más conmovedoras de todas las que pueden rescatarse de nuestra historia violenta. Uno de los escritores referenciales de la tradición liberal, Ernesto Sábato, recogió estos hechos bajo la forma de un extenso romance gauchesco que intercaló en una de sus más celebradas novelas, "Sobre héroes y tumbas" (1961).

Los hombres de Lavalle conducen su cadáver hacia Bolivia. (Óleo de Nicanor Blanes)
Los hombres de Lavalle conducen su cadáver hacia Bolivia. (Óleo de Nicanor Blanes)

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Si el sentimiento que la muerte de Lavalle despertó en Sábato fue el de una inconmensurable piedad, lo que motivó, en cambio, entre sus contemporáneos -y sobre todo entre sus antiguos "atentos amigos y servidores"- fue una extrema mordacidad. Entre ellos, el poeta Esteban Echeverría, quien lo apodó, para el resto de los tiempos, "la espada sin cabeza". En el poema que aquel émulo rioplatense de Byron le dedicó, en 1847, a Marco Avellaneda, el "mártir de Metán", insertó la siguiente estrofa:

...Todo estaba en su mano y lo ha perdido

Lavalle, es una espada sin cabeza.

Sobre nosotros, entretanto, pesa

su prestigio fatal, y obrando inerte

nos lleva a la derrota y a la muerte!

Lavalle, el precursor de las derrotas.

Oh, Lavalle! Lavalle, muy chico era

para echar sobre sí cosas tan grandes.

Es fácil de advertir que este pasaje del poema destila una marcada e innecesaria malignidad. Lavalle fue convencido por sus "atentos amigos", con sus sofismas y sus charlatanerías oscuras - como le reconoció en una carta al coronel Martiniano Chilavert- para alzarse, primero contra Dorrego, luego contra Rosas.

En sus campañas Lavalle lo perdió todo -hasta su propia vida- por culpa, dirán algunos, de su necedad. Para sus antiguos amigos convertidos, luego de su derrota, en implacables críticos, Lavalle lo tuvo todo al alcance de su mano y lo perdió porque, según ellos, carecía de cabeza y era demasiado chico frente a una obra tan grande.

Con un tinte menos mordaz, pero igualmente implacable, lo juzgó Sarmiento en "Facundo". El error fatal de Lavalle -escribió el cuyano - fue haber hecho la guerra contra Rosas adoptando la táctica propia de las montoneras. "Por qué es vencido Lavalle? No por otra razón, a mi juicio, sino porque es el más valiente oficial de caballería que tiene la República Argentina; es el general argentino y no el general europeo; las cargas de caballería han hecho su fama romancesca". Sarmiento se lamentó, además, de que las cosas resultaran de ese modo: "Si Lavalle hubiera hecho la campaña de 1840 en silla inglesa, y con el paletó francés, hoy estaríamos a orillas del Plata, arreglando la navegación por vapor de los ríos, distribuyendo terrenos a la inmigración europea". Un disparate contrafáctico.

Sarmiento procuró establecer, en este texto escrito en 1845, una sustancial diferencia entre Juan Lavalle - general de caballería que, aunque partidario de la causa de la "civilización", no deja de ser, en esencia un gaucho, un "bárbaro"- y el general José María Paz, el brillante oficial artillero, que apenas sabía montar a caballo, que no podía cargar lanza porque era manco pero que estaba dotado de una mentalidad militar esencialmente europea y de la brillantez de un matemático. Una vez más habría de equivocarse Sarmiento, porque en Caseros fue el civilizado general Paz (con sus condiciones de matemático y sus tácticas europeas) quien derrotó a Rosas, sino las "montoneras" entrerrianas del "bárbaro y salvaje" general Justo José de Urquiza.

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Así como la tradición liberal recogió e hizo suyo el relato de la espada sin cabeza, el revisionismo acuñó para Lavalle la leyenda del Cóndor Ciego. Fue el escritor nacionalista José María Rosa quien inauguró el uso de este curioso apelativo. En Jujuy, escribió Rosa, los antiguos aborígenes tenían la costumbre despiadada de arrancarle los ojos a un cóndor para, luego, dejarlo volar. El ave mutilada emprendía un vuelo recto hasta la máxima altura, sin poder ver nada y sin lograr hacer pie en los peñascos, hasta que, desesperado por sus vanos intentos, se dejaba caer en picada para estrellarse contra el suelo, muy cerca del sitio desde donde le habían dejado remontar su brutal vuelo. Juan Lavalle, según los revisionistas, fue un cóndor enceguecido por los sofismas y las adulaciones de sus atentos amigos quien, luego de volar enloquecido, halló la muerte en las quebradas andinas donde habían comenzado sus tempranas glorias militares.

Es cierto que las repetidas desgracias de Lavalle no lo exoneran, en absoluto, de la responsabilidad de sus muchos crímenes, comenzando por el de Dorrego. Pero es igualmente cierto que su muerte sirvió para que muchos de sus contemporáneos lavaran sus propias culpas.

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Dorrego y Lavalle conforman uno de los dilemas más poderosos para explicar la violencia que ha signado la vida política de nuestro país en los últimos dos siglos. Dorrego es la negación de Lavalle y, a la vez, está unido a él por las especiales circunstancias que rodearon a sus trágicas muertes. Las bóvedas que resguardan los restos de ambos hombres están separadas, por escasos metros, en el cementerio de la Recoleta. Cada cual mereció su monumento, que se encuentran erigidos en el centro de la ciudad de Buenos Aires, a pocas cuadras de distancia uno de otro.

El que recuerda a Dorrego se encuentra emplazado en el cruce de las calles Suipacha y Viamonte, de cara al edificio de las rentas públicas porteñas. La obra firmada por el célebre escultor Rogelio Yrurtia es una típica figura ecuestre montada sobre un pedestal. En su cara norte, se ha grabado una inscripción que reza "Manuel Dorrego. 1787-1828. Promotor, paladín y mártir del federalismo argentino. Héroe de la independencia y la organización nacional".

La estampa de Dorrego monta, apacible, su caballo; bajo el cabestro que sujeta la testa de la bestia, Yrurtia colocó la figura de un ángel agónico mientras que en la cara lateral de la peana, dispuso otra que inexplicablemente se denomina la alegoría de la fatalidad: es la escultura cetrina de un hombre joven de una singular belleza neoclásica cuyo cuerpo está siendo constreñido por una descomunal serpiente. El joven está luchando por evitar su muerte, pero su suerte ya ha sido echada. La imagen de esa figura es tan elocuente que no da lugar a interpretaciones ambiguas: desde siempre la serpiente ha simbolizado la traición y el engaño, de modo que la muerte de Dorrego es fruto de la traición y no de la fatalidad, como han querido entender algunos.

"alegoría de la fatalidad", de Rogelio Yrurtia.
"alegoría de la fatalidad", de Rogelio Yrurtia.

Otra peculiaridad del monumento: el Dorrego de Yrurtia no mira hacia ninguna parte; es decir, la estatua está emplazada de modo tal que su mirada queda tabicada por las oficinas de rentas porteñas. La idea resulta como menos, provocativa. Las rentas porteñas, las que cierran el horizonte de la mirada esculpida de Manuel Dorrego, fueron la causa principal que impidió, durante décadas, que el país pudiera organizar sus instituciones políticas. Y una de las causas, por qué no también, de su trágica muerte.

El monumento a Lavalle fue realizado por el escultor uruguayo Pietro Costa y se emplazó en 1887, sobre los terrenos de la antigua casa de la familia del coronel a quien mandó fusilar. Se encuentra situado en la plaza que lleva su nombre, de espaldas al palacio de los tribunales y la inscripción que lo adorna reza: "El pueblo a Lavalle. Muerto por la libertad en 1841. Libertador y mártir. Nacido a la inmortalidad en 1797".

La primera rareza que surge al contemplar la obra es que, habiendo sido Lavalle un destacado oficial de caballería, las autoridades hayan admitido que la figura que los conmemora no sea ecuestre. Es más, tal vez sea ésta la única estatua de nuestros próceres militares que carece de cabalgadura. Es tentador inferir en este hecho una acción premeditada.

Monumento a Lavalle, frente al Palacio de Tribunales en Buenos Aires. Obras del escultor Pietro Costa.
Monumento a Lavalle, frente al Palacio de Tribunales en Buenos Aires. Obras del escultor Pietro Costa.

Tampoco se le ha dispuesto una peana convencional: la escultura está soportada sobre una columna dórica de casi veinte metros de altura, con la vista clavada en el puerto y de espaldas a la Justicia. Por estas dos razones, tal vez, será mejor recordado Lavalle, el "cóndor ciego", la "espada sin cabeza".

Dorrego y Lavalle: dos mártires desde dos lecturas antagónicas e irreductibles de la historia. Héroes ambos de la independencia que hallaron la muerte siendo jóvenes, entre los estertores de un país persistentemente violento.֎

Bibliografía:

Barba, Enrique (Comp.) (1975). Correspondencia entre Rosas, Quiroga y López. 2ª edición, Buenos Aires: Hachette.

Feinmann, José Pablo. (1998). La sangre derramada. Buenos Aires: Ariel.

Halperín Donghi, Tulio. (2000). De la revolución de la independencia a la confederación rosista. 3ª edición Buenos Aires: Paidós.

López, Vicente Fidel (1881) La revolución argentina: su origen, sus guerras y su desarrollo político hasta 1830. Volumen I, Buenos Aires: imprenta y librería de Mayo

Orgambide, Pedro (1998). Una chaqueta para morir. 1ª edición, Buenos Aires: Temas.

Ortega Peña, Rodolfo y Duhalde, Eduardo Luis. (1987). El asesinato de Dorrego. 1ª edición, Buenos Aires: Contrapunto.

Sarmiento, Domingo F. (1993). Facundo o Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Espasa Calpe.

Saldías, Adolfo. (1987). Historia de la Confederación Argentina. Tomo I, Buenos Aires: Hyspamérica.

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